Alberto Acosta[1]
Este artículo se publicó en el libro "Agua y políticas públicas", del Foro de Recursos Hídricos, Quito, 2011.
“El derecho humano al agua es fundamental e irrenunciable. El agua constituye patrimonio nacional estratégico de uso público, inalienable, imprescriptible, inembargable y esencial para la vida.”
Constitución de Montecristi, 2008 Ecuador, de regreso a los apagones
En noviembre del año 2009, se inició sorpresivamente un nuevo período de racionamientos de energía. Parecía que esos problemas eran parte del pasado. Sin embargo, el país se vio forzado a enfrentar un déficit eléctrico de alrededor de 4.000 megavatios hora. Esta compleja situación repercutió en la evolución de la economía nacional. De hecho, por efecto de estos racionamientos y su impacto sobre el aparato productivo se revisaron las estimaciones de crecimiento del PIB.[2]
Esta aparente sorpresa pudo anticiparse fácilmente. Ante un panorama de constante aumento de la demanda con una oferta casi rígida, era previsible el advenimiento de una nueva crisis en el subsector eléctrico. Sin correctivos oportunos los racionamientos eran sólo cuestión de tiempo. El detonante fue una cruda época de estiaje que afecto no sólo el Ecuador sino a varios países sudamericanos. En el Ecuador la zona austral fue particularmente afectada.
Este estiaje, que se manifestó con fuerza a partir de agosto del año 2009, redujo el caudal del río Paute, el principal afluente de la represa Daniel Palacios, en un 60% (de 70m3 que es lo deseable, a 27m3 y aún menos por segundo). Con esto se alcanzó un nivel de la cota de 1.968,08 metros sobre el nivel del mar, el más bajo de los últimos años. Esto provocó racionamientos que paralizaron el aparato productivo; compras en forma emergente de equipos de generación térmica, los mismos que demandaron cantidades ingentes de diesel; costosas importaciones de electricidad desde Colombia e incluso desde Perú. Esto fue aún más grave en tanto los suministros de energía eléctrica internacionales no fueron entregadas en cantidades suficientes a las requeridas por el Ecuador, ya que los países vecinos solo nos vendían sus excedentes.
Recordemos que los cortes de energía no son nuevos en el Ecuador. De hecho episodios similares ocurrieron en 1992, 1995, 1996 y 1997. Lo preocupante en esta ocasión es que conociendo los riesgos inminentes y habiéndose planteado oportunamente las soluciones de corto, mediano y largo plazos, no se hayan tomado las debidas precauciones.
Para explicar lo sucedido hay que destacar sobre todo los problemas estructurales. La generación de electricidad, afectada sobre todo por una serie de aberraciones propias de la visión privatizadora de años anteriores, presenta profundas anomalías. En el país existe un enorme potencial hidroenergético y de fuentes alternas de energía. Sin embargo, este potencial no es aprovechado por falta de visión política y también de inversión.
En estas condiciones se ha consolidado un exagerado peso de la generación térmica, cuando las instalaciones térmicas solo deberían funcionar como respaldo o complemento de las hidráulicas para los tiempos de estiaje o para cubrir las horas pico. Su funcionamiento permanente, salvo que se trate de eficientes plantas accionadas con gas natural, genera una serie de secuelas que representan graves costos económicos, sociales, ambientales y, fundamentalmente, inseguridad en la continuidad del suministro de electricidad.
La pesada herencia de la larga noche neoliberal[3]
En los últimos veinte años al menos, al subsector eléctrico se lo manejó con criterios de mercado liberalizado, es decir bajo la modalidad de “mercado mayorista”.[4] Se buscaba atraer al capital privado para que realice las inversiones necesarias en el sistema. La eficiencia, decían, sólo se la encuentra en el sector privado. Y para llegar a la ansiada privatización, buscando facilitarla a cualquier costo, se dio paso a una serie de decisiones atentatorias a los mismos objetivos de eficiencia buscados.
Así, desplegando el discurso pro mercado, se dividió a las empresas eléctricas en unidades de generación, de transmisión y de distribución, rompiendo su normal funcionamiento y restando su capacidad de financiamiento. Simultáneamente, como complemento de lo anterior, en una acto de enorme irresponsabilidad dogmática[5] y con fines políticos, sin la debida asignación de recursos públicos, terminaron imponiendo a las empresas de distribución una tarifa de venta de electricidad inferior a la de compra (8 centavos y 14 centavos de dólar respectivamente). Todo apuntaba a beneficiar a las empresas de generación termoeléctrica, que en gran medida eran privadas. Esto provocó un proceso de deterioro de las empresas eléctricas en manos estatales, en especial las de distribución, a lo que también se sumaba un porcentaje importante de pérdidas técnicas y no técnicas, sobre todo por robo de energía[6], que bordeaban el 25%.[7] En estas circunstancias, la descapitalización y el caos financiero afloraron con fuerza, tanto como la desinstitucionalización del subsector.[8] Como complemento, la ineficiencia económica, administrativa, ambiental y social fue la regla en el funcionamiento del subsector.
En la práctica, el Estado siguió subsidiando a las empresas, incluso a algunas privadas, totalmente ineficientes. Las empresas generadoras acumularon deudas enormes -cercanas a los 4 mil millones de dólares- y las empresas distribuidoras presentaron pérdidas de energía del orden del 25% al 2005 en promedio.[9] Los decretos de emergencia para cubrir con recursos fiscales estás incongruencias del subsector se establecieron año a año.
El problema estructural más grave, a más de la visión dogmática como se enfrentó el manejo del subsector eléctrico y en general el sector energético, fue la falta de inversiones para cubrir la creciente demanda de electricidad.[10] Además, nunca se dio paso a una política que tienda a ajustar la demanda a la disponibilidad de recursos energéticos en el país o a lograr niveles adecuados de eficiencia en la generación y consumo de energía. En estas condiciones el saldo fue muy costoso para el país. Por ejemplo, para enfrentar la creciente demanda se incrementó la generación térmica y se aumentaron las importaciones de electricidad desde Colombia y ocasionalmente desde Perú a costos muy superiores a los de la generación local.
Además, los retrasos acumulados en las obras programadas resultaron nefastos. Para mencionar apenas algunos casos, las plantas San Francisco y Chespi debieron entrar en operación en los años 1997 y 1999 respectivamente, así mismo Sopladora[11] en el año 2000 y Coca-Codo-Sinclair en el año 2003.[12] Los retrasos en las inversiones condujeron a una acumulación de necesidades de inversiones que bordeaban los 3.200 millones de dólares al año 2007. Y en este lapso, en la medida que se seguía retrasando la construcción de las plantas hidroeléctricas, el país tuvo que recurrir a la costosa y contaminante generación térmica.
En esos años, varias empresas eléctricas privadas, que tenía plantas de generación térmica, obtenían importantes réditos gracias al proteccionismo estatal. El caso más notorio es el de la empresa Emelec en Guayaquil, que gozó desde 1965 de un subsidio del Estado central que le garantizaba utilidades mínimas pagaderas en dólares sobre sus activos fijos del 9,5%. Similar reflexión es válida para Electropower o Electroquil, a las cuales, con otros mecanismos, también el Estado les aseguraba importantes rentabilidades.
Las buenas intenciones se quedaron en eso…
En la Agenda Energética 2007-2011 -presentada por el Ministerio de Energía y Minas, en junio del 2007- se hicieron notar oportunamente todas estas deficiencias estructurales acumuladas desde mucho tiempo atrás. Igualmente, en dicho documento se plantearon soluciones de corto, mediano y largo plazos.
Por esta razón, el gobierno del presidente Rafael Correa, desde su inicio, optó por impulsar un proyecto de cambio de la matriz energética. Se propuso aumentar la generación de energía hidroeléctrica, para aumentar su participación de un 43% para el año 2010 a un escenario futuro del 86% hasta el año 2017, complementado por un 8% de energía renovable (solar-eólica-biomasa).[13] Para esto, habría que utilizar el potencial de las vertientes del Amazonas (74%) y el Pacífico (26%) de un total disponible de 93.436 MW. Se estima que el Ecuador utiliza apenas el 8% de su potencial de generación hidroeléctrica.
Entonces se alertó que gran parte del parque de generación térmica debía ser inmediatamente reemplazado, rehabilitado o repotenciado, puesto que las plantas termogeneradoras ya habrían cumplido su tiempo de vida útil. En la mencionada Agenda se hacía explícita la necesidad de “desarrollar un sistema eléctrico sostenible, sustentado en el aprovechamiento de los recursos renovables de energía que dispone el país y que garantice un suministro económico, confiable y de calidad de electricidad”. Para lograrlo se estableció que era necesario, especialmente, la construcción de centrales hidroeléctricas que garanticen el suministro a largo plazo de electricidad: Coca Codo Sinclair (1.500 MW), Reventador (500MW), Minas – Jubones (337 MW) y Chespi (167 MW) (Agenda Energética 2007).
También habría que señalar que en un informe realizado por el grupo MAAN (mejor alternativa antes de negociar con Colombia), constituido en marzo del 2007 y que concluyó sus labores en septiembre de dicho año, se establecía la necesidad de construir inmediatamente cuatro plantas térmicas por 430 MW.[14] Estas plantas térmicas aparecían como una solución transitoria mientras se desarrolla el potencial hidroenergético disponible.
Como se destacaba en la indicada Agenda Energética, el componente mismo de generación eléctrica desde hace algún tiempo denotaba una alta fragilidad y una elevada concentración en una sola planta, Paute. Así se tiene que, por ejemplo, el 34% del total de la generación eléctrica nacional y el 62% de la generación hidroeléctrica provenía del complejo Paute (1100MW). Las consecuencias de tal situación se evidencian en la escasa o nula capacidad para enfrentar la variabilidad climática y/o ocurrencia de imprevistos como la sequía que afectó a fines del año 2009 a gran parte de América del Sur.
Del lado de la demanda en cambio se puede notar una tendencia al alza casi exponencial, sobre todo a partir del año 2000. En 8 años consecutivos, el consumo de electricidad ha aumentado en un 49,3%. De 2000 a 2008 la demanda se ha incrementado al 5,6% anual en promedio.[15]
Un dato que salta a la vista en cuanto a la gestión eléctrica a partir de 2007, es que las pérdidas se han reducido al 17,6%[16], cuando hasta el año 2005 registraban en promedio un 25%. Hay que anotar que desde el inicio de la gestión del actual gobierno se han desarrollado algunas medidas para mejorar la eficiencia subsectorial, incluso con agresivos planes para influir en la demanda, como fue cambiar los focos incandescentes por lámparas fluorescentes compactas, conocidas popularmente como focos ahorradores.[17]
Respuestas apuradas ante apagones previsibles
La respuesta oficial ante la crisis eléctrica se fundamentó en varios campos. Con un plan de contingencia del Ministerio de Electricidad y Energías Renovables se pretendía reducir entre un 5% y 10% el consumo nacional de energía. Se dio paso a racionamientos de energía en los sectores residenciales, tratando de evitar que estos lleguen a las zonas comerciales e industriales. Sin embargo la intensidad de la sequía afectó también a estos dos sectores, profundizando así los efectos de la grave crisis económica internacional sobre la economía nacional.
Para enfrentar los racionamientos de energía, se activó la interconexión con Perú y se gestionó la no reducción de la oferta con Colombia.[18] Igualmente se concretó una mayor oferta con la Central Térmica Victoria II y siete turbinas adquiridas a General Electric (154 MW). A los costos de compra de los nuevos generadores, por unos 176 millones de dólares[19], habría que sumar el aumento de la importación de derivados como el diesel, por 84 millones de dólares adicionales.[20] A lo anterior habrá que sumar la compra de electricidad tanto de Colombia como de Perú (180 MW) y el alquiler de varios módulos de plantas térmicas en 104 millones de dólares (175MW).
En suma, ante la emergencia, se hizo lo que se debió hacer antes, sin tanta premura y sin tanto costo.
Los costos de los racionamientos no pasaron desapercibidos en la economía. El gobierno estima que el racionamiento eléctrico, que afectó por 46 días al país, provocó pérdidas que habrían fluctuado alrededor de los 280 millones de dólares. Por otro lado, según estimaciones publicitadas por la Cámara de Comercio de Quito, estas pérdidas podrían haber llegado a unos 550 millones de dólares.
En síntesis, si bien es cierto que, el retraso de las inversiones y el mal manejo del sector por parte de los gobiernos anteriores son responsables mayores de la crisis energética, no es menos cierto también que el gobierno del presidente Rafael Correa descuidó la generación termoeléctrica que es requerida para enfrentar este tipo de eventualidades mientras no se disponga de las necesarias plantas hidroeléctricas y también para completar la demanda en las horas pico. El gobierno se concentró en los megaproyectos con visión de más largo plazo, en los que por diversas razones, tampoco pudo avanzar mucho, y se olvidó de lo coyuntural.[21] No hay duda, lo sucedido requiere un juicio aún más duro si, pues conociendo los riesgos inminentes, teniendo definidos los planes de acción y existiendo los recursos financieros para asumir las obras previstas en junio del 2007 (Agenda Energética), no se hizo casi nada desde entonces para enfrentar el reto energético.
La crisis debería convertirse en un punto de inflexión en el manejo del sector energético en general, que demanda mejorar la eficiencia de su utilización, sin descuidar la ampliación del parque generador. Esto exige respuestas coyunturales, sin perder de vista el cambio estructural de la matriz energética. Los apresuramientos con fines políticos impiden el aprovechamiento del enrome potencial energético del Ecuador, empezando por el hidroenergético.
El agua, un patrimonio mal distribuido y mal aprovechado
Ecuador es un país con agua suficiente en términos nacionales y con cuatro veces más agua superficial que el promedio per cápita mundial. Como afirma uno de los mayores conocedores de la materia, Antonio Gaybor[22] “el problema es que está mal distribuida, que la contaminación crece y que las fuentes de agua se destruyen de manera acelerada”.
La concentración del agua en pocas manos es notable. De acuerdo a informaciones del Foro de Recursos Hídricos, el Estado entregó 2.240 metros cúbicos por segundo (m³/s) de agua a través de 64.300 concesiones; un caudal que en la realidad es superior por la apropiación indebida del líquido vital. Las dos terceras partes de dicho caudal (74,28%) se registraron en el subsector eléctrico, con 147 concesiones. El riego, con 31.519 concesiones, representa el 49,03% del total; es decir 19,65% del caudal. Las concesiones para el uso doméstico del agua son numerosas: 21.281 (33,1%), pero representan apenas 1,22% del caudal concesionado.
Así por ejemplo, en el ámbito agropecuario, se concentra el uso del agua en el sector agroexportador, mientras que la producción de alimentos para consumo nacional se ha debilitado; el país inclusive se convirtió en importador de algunos alimentos. El consumo de agua (y por cierto la contaminación de la misma) creció por el aumento de la población en las últimas décadas y también por el incremento de actividades productivas excesivamente demandantes de agua, que están orientadas al mercado externo. Las exportaciones tienen, en consecuencia, un mayor contenido de agua de riego que la producción de alimentos para el mercado doméstico.
Además, en la medida que se expandieron los agronegocios, se difundieron los monocultivos que son causantes de una creciente contaminación. Igualmente habría que anotar que el costo del agua es sumamente bajo para todas estas actividades concentradoras y contaminantes.
Muchas de las grandes empresas, por ejemplo las bananeras, los ingenios azucareros o las camaroneras, pagan míseras sumas por el agua utilizada. Los campesinos que cultivan arroz en la provincia del Guayas, por ejemplo, pagan un valor 120 veces superior por el acceso al agua del que pagan el ingenio San Carlos o la bananera REYBANPAC; los campesinos Toacazo en la provincia de Cotopaxi pagan 52 veces más y los de Licto en la provincia del Chimborazo pagan 35 veces más. Además estas grandes empresas se benefician del agua obtenida al margen de las disposiciones legales. Y hay por cierto concesiones desaprovechadas, pues los propósitos especulativos están a la orden del día.
La tendencia monopolizadora del agua en el agro es notoria. La población campesina, sobre todo indígena, con sistemas comunales de riego, representa el 86% de los usuarios. Sin embargo, este grupo apenas tiene el 22% de la superficie regada y accede apenas al 13% del caudal. Mientras que los grandes consumidores, que no representan el 1% de unidades productivas, concentran el 67% del caudal.
Antonio Gaybor, al presentar estas cifras, es categórico: “sin duda que el acceso inequitativo a estos recursos constituye la causa determinante de la perversa inequidad social, desde donde se erige el poder político hegemónico”. La acelerada explotación del agua y tanto como de la mano de obra en el medio rural, sumadas a la concentración de los recursos hídricos y de la tierra (que no se vio afectada por los tímidos procesos de reforma agraria), constituyen la base de la acumulación del capital. Y son estas demandas del capital, que provocan endiablados ritmos de explotación económica, las que explican a su vez la creciente contaminación.
En otro campo, aún cuando no se ha abierto la puerta a la explotación minera a gran escala[23], la minería existente en el Ecuador ya provoca serios problemas contaminando el agua de diversa manera.[24] Hay una serie de productos muy nocivos para la Naturaleza que se emplean en las actividades mineras.[25]
Es importante insistir que el Ecuador, si se compara con otras regiones en el mundo, es un país privilegiado en cuanto a la disponibilidad del agua. Lamentablemente, sobre todo en los últimos años se ha registrado un permanente deterioro de la calidad e incluso de la cantidad del agua. La pérdida de los páramos y la deforestación creciente explican esta compleja realidad, y a la vez el proceso de asolvamiento[26] de los ríos en la Costa por efecto de la erosión permanente en la Sierra y sus estribaciones; aquí tenemos a la vez otra explicación de las reiteradas inundaciones en el litoral ecuatoriano.
Igualmente no se han resuelto los graves problemas derivados del manejo contaminante del agua provocados por la actividad de extracción de crudo y manejo de residuos en la región amazónica. En suma, la contaminación ha llegado al extremo de afectar a las 72 cuencas hidrográficas existentes. En el mar también aparecen inmensas cantidades de basura que amenazan con la existencia de la vida acuática, afectando a las playas y manglares.
El agua como un derecho humano, un paso histórico
Esta dura realidad, discutida en amplios espacios y por diversos sectores de la sociedad, como el Foro de los Recursos Hídricos y varias organizaciones indígenas, fue la base de amplias y duras deliberaciones y debates en la Asamblea Constituyente de Montecristi. Allí se enfrentaron sobre todo dos formas de entender el mundo y la vida. Por un lado quienes defendían a ultranza la visión centrada en el mercado, para quienes el agua es un recurso más para la producción y por otro lado quienes ven al agua como un derecho humano fundamental. En la Constitución, a la postre, quedó plasmado, por decisión del pueblo ecuatoriano, esta segunda posición que plantea la necesidad imperiosa de dar paso a la recuperación del control estatal y social efectivo sobre el agua.
Por lo tanto, el tema de los derechos y de las garantías ocupa un espacio preponderante en la Constitución del año 2008. El manejo del agua no se escapa a estas consideraciones. Así, desde el inicio, en el artículo 3 de la Constitución se estableció como el primer deber primordial del Estado:
“Garantizar sin discriminación alguna el efectivo goce de los derechos establecidos en la Constitución y en los instrumentos internacionales, en particular la educación, la salud, la alimentación, la seguridad social y el agua para sus habitantes”.
En concreto, en el artículo 12, se determinó que
“el derecho humano al agua es fundamental e irrenunciable. El agua constituye patrimonio nacional estratégico de uso público, inalienable, imprescriptible, inembargable y esencial para la vida.”
A partir de estas definiciones, en el pleno de la Asamblea Constituyente en Montecristi se aprobaron cuatro puntos fundamentales:
1. El agua, un derecho humano.
2. El agua, un bien nacional estratégico de uso público.
3. El agua, un patrimonio de la sociedad, y
4. El agua, un componente fundamental de la Naturaleza, la misma que tiene derechos propios a existir y mantener sus ciclos vitales.
La trascendencia de las disposiciones constitucionales es múltiple.
- En tanto derecho humano se superó la visión mercantil del agua y se recuperó la del “usuario”, es decir la del ciudadano y de la ciudadana, en lugar del “cliente”, que se refiere solo a quien puede pagar.
- En tanto bien nacional estratégico, se rescató el papel del Estado en el otorgamiento de los servicios de agua; papel en el que el Estado puede ser muy eficiente, tal como se ha demostrado en la práctica.
- En tanto patrimonio se pensó en el largo plazo, es decir en las futuras generaciones, liberando al agua de las presiones cortoplacistas del mercado y la especulación.
- Y en tanto componente de la Naturaleza, se reconoció en la Constitución de Montecristi la importancia de agua como esencial para la vida de todas las especies, que hacia allá apuntan los Derechos de la Naturaleza.
Esta es una posición de avanzada, no sólo en Ecuador sino en el mundo. Recién dos años después de la incorporación de este mandato constituyente referido al agua, el 28 de julio del 2010, la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó la propuesta del gobierno del Estado Plurinacional de Bolivia declarando “el derecho al agua segura y al saneamiento como un derecho humano”. Este es un derecho “esencial para el goce pleno de la vida y de todos los derechos humanos”, de conformidad con dicha declaración.
Este ejercicio democrático, de construcción colectiva de la nueva Constitución ecuatoriana, se enmarca en la recuperación de espacios de soberanía nacional y local. La disputa por el agua, recordémoslo, fue intensa en el país. Varios fueron los actos privatizadores. El más notable fue el de Interagua, en Guayaquil. Esta empresa sencillamente suspendió el acceso a quienes no pagan unas tarifas colocadas al antojo de los intereses privados, en función de la rentabilidad que define dónde y cómo invertir, dónde y cómo dar servicios y en dónde no.
Otros casos menos sonados de privatización del agua se registran a la sombra de la masiva entrega de concesiones de agua para la generación de electricidad, para el riego en los agronegocios, para diversos usos productivos, incluyendo la generación de energía eléctrica. Muchas de estas concesiones se dieron con plazos larguísimos, en ocasiones incluso durante toda la vida útil de determinados proyectos. Y en varios casos como el del Proyecto Hidroeléctrico Abanico en la provincia de Morona-Santiago o del Proyecto Multipropósito Baba en la provincia de los Ríos se atropellaron casi todos los procedimientos, incluyendo la consulta y decisión de las comunidades de la zona y por cierto el interés nacional.
A pesar de las diversas formas de mercantilización practicadas en el Ecuador, en el año 2008 el Estado todavía mantenía algunos espacios de control del líquido vital. Además, el manejo público del agua era una realidad eficiente. Esto al grado que, a nivel internacional, se considera que entre las buenas empresas de prestación de servicios de agua potable de América Latina se encuentran varias de Ecuador, que son públicas: ETAPA de Cuenca y EMAAP-Q[27] de Quito. Otras también han logrado éxito e índices aceptables en cobertura y calidad, como el caso EMAP-A de Ambato y EMAPA-I de Ibarra. Además, es importante el reconocimiento de las iniciativas comunitarias en torno a la gestión del agua y la prestación de los servicios públicos, propiciando alianzas entre lo público y comunitario para la prestación de servicios. Recordemos que un gran porcentaje de servicio de agua en el sector rural lo realizan juntas de agua y comunidades campesinas o indígenas.
En esta línea de definiciones, esta Constitución, fiel a las demandas acumuladas, consecuente con las expectativas creadas, se fundamenta en la recuperación de espacios de soberanía sacrificados en aras de la lógica del mercado. Simultáneamente plantea la construcción de muchas otras soberanías en plural, tales como la soberanía alimentaria, la soberanía económica, la soberanía energética, la soberanía regional... Incluso se estableció una suerte de priorización de las soberanías, al tiempo que se colocaba el derecho al agua como uno de los derechos fuertes de la Constitución.
El punto de partida de este esfuerzo colectivo arranca con el reconocimiento del agua como un sector estratégico, como se establece en el artículo 313 de la carta magna. Este principio se complementa con las disposiciones sobre el uso del agua, establecidas en los artículos 316, 411 y 412. Además, como aparece en el artículo 413,
“el Estado promoverá la eficiencia energética, el desarrollo y uso de prácticas y tecnologías ambientalmente limpias y sanas, así como de energías renovables, diversificadas, de bajo impacto y que no pongan en riesgo la soberanía alimentaria, el equilibrio ecológico de los ecosistemas ni el derecho al agua.”
Las disposiciones constitucionales son claras.[28] Debe haber muy pocas constituciones en el mundo en las que se ha explicitado tanto y tan detalladamente el manejo del agua. Este es un reconocimiento de la importancia que tiene el agua para la vida de todos los seres vivos en el planeta. Sin agua no hay vida, así de simple.
Al introducir el concepto de patrimonio, que va mucho más allá de la definición de un bien, el agua no puede ser asumida como un servicio ambiental a ser mercantilizado. El patrimonio es algo que debe garantizarse para las futuras generaciones. Se puede usufructuar del bien, usar el bien, pagar por el uso del bien; pero cuando se trata de un patrimonio, para usarlo se tiene que garantizar la posibilidad de legarlo a las próximas generaciones. Hablar de patrimonio en este caso es garantizar los ciclos vitales del agua y sus diversos usos o valores: ambientales, sociales, culturales, económicos... La idea de patrimonio, en ese sentido reemplaza al concepto del agua como una forma de “capital natural”, que está en la base de la mercantilización de la Naturaleza. Pero además, la visión patrimonial es consistente con los Derechos de la Naturaleza[29], en tanto obliga a la defensa de esos recursos por su propio valor, independientemente de su utilidad comercial.
Este es uno de los temas medulares. Hablar de patrimonio es pensar en el largo plazo. Hablar de patrimonio es pensar, en la práctica, en el Buen Vivir o Sumak Kawsay. Se desarma el concepto de capital hídrico, que es una manera de plantear el agua dentro de la lógica de su mercantilización, es decir ver al agua simplemente como una herramienta del proceso productivo.
El costo del agua, vale la pena recordar, fue motivo de controversias por igual en la Asamblea Constituyente. Si el agua es un derecho indispensable para la vida de todos los seres vivos, incluido los humanos, parecería que ésta no debería tener un precio. Este planteamiento, sustentado en poderosos argumentos, contrasta, sin embargo, con criterios de equidad e incluso con el uso que se da al agua. Parece obvio que hay que garantizar una cantidad mínima vital de agua a todos los seres humanos, así como un trato preferente al agua destinada a la alimentación, que no puede ser equiparable para las actividades productivas o recreativas que benefician a grupos reducidos de la población.
En la Constitución se priorizaron los usos del agua, en el siguiente orden:
- para el ser humano
- para la alimentación
- para asegurar su ciclo vital
- para su aprovechamiento productivo
De esta manera se estableció una priorización muy importante, no exenta de complicaciones cuando se trata de llevarla a la práctica. Véase, a modo de ejemplo, la discusión alrededor del proyecto de la ley de recursos hídricos en la que algunos de sus borradores incumplían con esta priorización.
En síntesis, los seres humanos debemos tener garantizado nuestro derecho a obtener el agua en cantidad y calidad adecuadas. Si hablamos de prioridad para la alimentación, estamos hablando de priorizar la soberanía alimentaria, no cualquier forma de asegurar la alimentación. Además, el suministro de agua le corresponde al Estado. Esto no puede estar sujeto exclusivamente a las leyes del mercado; este es un tema de supervivencia, no simplemente de negocios.
Otro asunto fundamental: hay que comprender que estamos en una etapa de disputa del sentido histórico del régimen de desarrollo, mejor dicho de superación del concepto tradicional de desarrollo para construir el Buen Vivir o Sumak Kawsay. En este punto nada está aún definido. En el camino habrá que cerrar la puerta a todas aquellas visiones dogmáticas que pretenden hacernos creer que hay respuestas definitivas para todo.
La difícil cristalización de la Constitución
Una Constitución no hace a una sociedad. Su sola expedición no garantiza su vigencia y cumplimiento. Una Constitución, más allá de su indudable trascendencia jurídica, tiene que ser un proyecto político de vida en común, que debe ser elaborado y sobre todo puesto en vigencia con el concurso activo de toda la ciudadanía. Desde esta perspectiva, la Constitución de Montecristi se proyecta como medio e incluso un fin para dar paso a cambios estructurales. En este contexto el agua ocupa un lugar preponderante.
Si el agua fue un tema polémico en la Asamblea Constituyente de los años 2007 y 2008, la puesta en práctica de los principios constitucionales correspondientes también ha resultado en extremo compleja.
Para empezar, no se cumplió con la disposición transitoria vigésima sexta de la Constitución, que mandaba realizar una auditoría integral de las delegaciones de agua y saneamiento entregadas a empresas privadas. Tampoco se ha cristalizado la disposición de la primera transitoria que estableció el lapso de un año luego de que entrara en vigencia la Constitución (cumplido en octubre de 2009) para que se expidieran, entre otras leyes, la ley de recursos hídricos. En este punto de temas incumplidos se enmarca la revisión no realizada de la situación de acceso al agua de riego. Esta tarea tenía como fin reorganizar el otorgamiento de las concesiones, evitar el abuso y las inequidades en las tarifas de uso y garantizar una distribución y acceso más equitativo, en particular a los pequeños y medianos productores agropecuarios, tal como manda la transitoria vigésimo séptima de la Constitución. El Ejecutivo debía cumplir con este mandato en el lapso de dos años desde la entrada en vigencia de la Constitución de Montecristi: octubre de 2008.
La disputa sobre el agua continúa. Luego de la imposición de las leyes de minería y de soberanía alimentaria, que tienen varios puntos contradictorios con las normas constitucionales vigentes, la discusión del proyecto de la ley de recursos hídricos devino en enfrentamientos dolorosos, que costaron incluso la vida de una persona. En este caso, el gobierno no logró aprobar aceleradamente la ley de agua, tal como sucedió con las otras dos leyes mencionadas. La resistencia popular, sobre todo indígena y campesina, obligó a dar marcha atrás al gobierno y al movimiento oficialista. Y desde entonces, en un proceso de encuentros intermitentes, sobre todo en la Asamblea Nacional, se ha avanzado en la elaboración de un nuevo proyecto de ley que al parecer recogería parte de las aspiraciones de la sociedad, plasmadas en la Constitución, pero que no abriría la puerta a la indispensable desprivatización y redistribución del agua.
Habría que anotar, por ejemplo, en este recuento de incongruencias, que resulta una violación constitucional la ampliación de la concesión a Interagua aceptada por el gobierno del presidente Correa. Sorprende también el mantenimiento de las concesiones para las embotelladoras de agua y las aguas termales, marginando a las comunidades de su aprovechamiento.
En definitiva, sin negar algunos logros conseguidos por la “revolución ciudadana”, a ratos se percibe como que “la larga noche neoliberal” se resiste a dar paso a la luz de un nuevo día. En el propio gobierno y en la misma legislatura parecería que la Constitución de Montecristi comienza a ser vista como una incómoda camisa de fuerza.
Esta aseveración cobra fuerza cuando la aprobación de una ley fundamental para una profunda y radical transformación de la sociedad ecuatoriana, como lo es la ley del agua, está sujeta a una serie de cortapisas aupadas desde la propia Presidencia de la Asamblea Nacional, con las que se está dilatando su aprobación.
Hacia la construcción de la soberanía energética
En definitiva, el Ecuador requiere repensar su sector energético. No es conveniente seguir manejándolo sin una planificación estratégica, en forma de compartimentos estanco. Los hidrocarburos, la hidroenergía, la electricidad, y las diversas formas de energías renovables merecen ser tratados íntegramente y bajo un esquema profundamente renovador.[30] Además, hace falta una adecuada política que aliente el uso eficiente de la energía disponible (generación y consumo), y el desarrollo de una cultura de ahorro.
El consumo de energía en una economía está fuertemente correlacionado con el incremento del PIB, sobre todo en economías que han convertido (¡equivocadamente!) a su crecimiento en un sinónimo de desarrollo. Sin embargo, bien sabemos ahora que crecimiento económico no es sinónimo de desarrollo. Valga traer a colación la visión crítica del crecimiento económico que tiene Amartya Sen, Premio Nobel de Economía de 1997. Para reforzar la necesidad de una visión más amplia, superadora de los estrechos márgenes cuantitativos del economicismo, él afirma
“que las limitaciones reales de la economía tradicional del desarrollo no provinieron de los medios escogidos para alcanzar el crecimiento económico, sino de un reconocimiento insuficiente de que ese proceso no es más que un medio para lograr otros fines. Esto no equivale a decir que el crecimiento carece de importancia. Al contrario, la puede tener, y muy grande, pero si la tiene se debe a que en el proceso de crecimiento se obtienen otros beneficios asociados a él. (…) No sólo ocurre que el crecimiento económico es más un medio que un fin; también sucede que para ciertos fines importantes no es un medio muy eficiente".
En este punto, a partir de los cuestionamiento realizados por Sen al crecimiento, cabría incluso recuperar aquellas propuestas que propician el decrecimiento o del crecimiento estacionario, como las planteadas, con diferentes matices y aproximaciones, por Enrique Leff,Serge Latouche y otros tantos.[31]
Además, la experiencia nos muestra que no hay necesariamente una relación unívoca entre crecimiento y equidad, así como tampoco entre crecimiento y democracia. Un tema por demás oportuno y complejo. Muchas veces se ha pretendido legitimar los comportamientos de las dictaduras como espacios políticos propicios para acelerar el crecimiento económico.
Para definir una adecuada estrategia energética, el concepto mismo de crecimiento económico debe ser reubicado en una dimensión adecuada. De todas maneras, hay que aceptar que la disponibilidad de una oferta confiable y segura de energía sostiene las posibilidades de expansión del aparato productivo. En este contexto, dado que la mayoría de las políticas económicas apuntan -al menos en el discurso- hacia un mayor crecimiento del producto, sería entendible y deseable que dichas políticas vengan acompañadas de esfuerzos para aumentar la oferta de energía, particularmente de fuentes alternas de energía y electricidad, destinadas a cubrir la siempre creciente demanda.
Hoy más que nunca se precisa entender los retos energéticos del mundo. la actual crisis capitalista -asimétrica como todas- tiene algunas características propias. Nunca antes han aflorado tantas facetas sincronizadas que no se agotan sólo en el ámbito económico, particularmente financiero e inmobiliario. Sus manifestaciones multifacéticas, influenciadas por una suerte de “virus mutante” (Jacques Sapir), afloran en otros campos, como el ambiental, el energético, el alimentario, quizás como antesala de una profunda y prolongada crisis civilizatoria.
No sólo hay que interiorizar en las nuevas políticas energéticas que la energía fósil tiene un horizonte de vida más o menos previsible, sobre todo el petróleo. Su escasez no es el único limitante a enfrentar. El creciente deterioro ambiental, provocado por la creciente y generalizada combustión de los energéticos fósiles, constituye ya otra frontera para la expansión de un estilo de vida derrochador y depredador en extremo. En síntesis, refiriéndonos a los que aquí nos interesa en el Ecuador, hay que comenzar a trabajar en la construcción de una economía post-petrolera.
Por otro lado, en una sociedad caracterizada por desequilibrios económicos y concentración de la riqueza la energía esta llamada a constituir uno de los mecanismos de redistribución para superar las condiciones de informalidad y marginalidad de segmentos importantes de la población. Esto no significa desconocer totalmente el papel del mercado en la fijación de una política de precios ni tampoco que los desequilibrios puedan superarse mediante una política indiscriminada de subsidios. El problema consiste en encontrar los mecanismos adecuados para corregir las distorsiones incorporando criterios de equidad social y consideraciones ambientales en el diseño de estrategias energéticas.
Es importante tener presente que el aprovechamiento de los recursos energéticos y las tecnologías para su generación y consumo influyen en la estructura política y social de un país, no sólo en su ámbito económico. Viceversa, el desarrollo de una sociedad abre puertas para diversos usos de la energía y, por cierto, de los recursos naturales. Así, la sola existencia de petróleo, utilizado por las poblaciones indígenas para calafatear sus embarcaciones o para sus curaciones, no fue nunca una condición suficiente para su aprovechamiento masivo: éste, en definitiva, depende del desarrollo tecnológico de la sociedad, sin que la inventiva humana sea por si sola suficiente para modificar las actitudes y las condiciones materiales sobre las que descansa la sociedad misma. Y cada fuente de energía, por lo demás, implica una determinada forma de organización social y política.
Las sociedades esclavistas, aprovechadoras de la energía muscular del ser humano, requerían suprimir la libertad de amplios sectores de la población en beneficio de otra fracción de la sociedad y por lo tanto exigían gobiernos tremendamente represivos. Igualmente hay que tener presente que la utilización de una fuente energética como el petróleo o grandes represas hidroeléctricas, que demandan una gran concentración de recursos financieros, alientan la construcción de sistemas autoritarios, centralizados y por ende muchas veces rentistas.
La tarea es, entonces, impulsar la mayor cantidad posible de procesos descentralizados y con creciente grado de control social, sin que esto conduzca a minimizar un margen adecuado de planificación y control nacional, o, de ser del caso, regional. Esto implica fortalecer el papel de los gobiernos descentralizados y de las mismas comunidades del campo y la ciudad en el manejo del sector energético. Descentralizar la energía, es descentralizar y desconcentrar el poder; en definitiva, es contribuir a la democratización de la sociedad.
La energía no puede ser considerada solamente como un factor de producción más. En el caso ecuatoriano, el petróleo tampoco puede ser visto sólo como fuente de recursos financieros, gracias a las exportaciones de crudo y a los ingresos que produce la venta de derivados. No hay duda que estos factores tienen que estar presentes en la discusión. Sin embargo, la energía debe mirarse también como una posibilidad para crear a lo largo de la cadena energética nichos de desarrollo tecnológico cuya explotación permita articular un conjunto de actividades productivas y de servicios que incorporen valor agregado nacional (mejor sería hablar de valor interno de retorno). En la medida que el sector energético genere o fortalezca encadenamientos sustentables con otros sectores productivos se estará propiciando un verdadero desarrollo energético; en caso contrario, se tendrá, como ha ocurrido hasta hoy, un simple crecimiento cuantitativo, cuya contribución hacia una transición post-petrolera será escasa o nula.[32] Es en este contexto que debe evaluarse el aporte de las tecnologías nuevas y renovables de energía.
En conclusión un desarrollo energético sustentable debería centrarse alrededor de los siguientes lineamientos:
- seguridad y autosuficiencia energéticas;
- eficiencia en el aprovechamiento, transformación y uso de la energía;
- diversificación de fuentes y tecnologías;
- viabilidad económica del sistema energético;
- armonía con el ambiente y la sociedad; y
- fortalecimiento legal e institucional
En particular, en el subsector eléctrico es indispensable incrementar la capacidad de generación de electricidad mediante la puesta en marcha de una combinación equilibrada de proyectos hidroeléctricos de gran escala, centrales hidroeléctricas de mediana y pequeña capacidad. No se puede, de manera simplona, priorizar sólo los primeros o sólo los segundos. Sin embargo, se podría establecer una suerte de criterio general que considere como prioritarios tantos proyectos grandes como sean indispensables y tantos medianos y pequeños como sean posibles. Insistamos nuevamente en que no se debe alentar exclusivamente los grandes proyectos hidroeléctricos.
Aquí, de todas maneras, cabe insistir en la importancia de las centrales hidroeléctricas por razones económicas. Si bien es cierto que su construcción, por costos y tiempo, puede demandar de mayores recursos, su funcionamiento es mucho más económico. En este punto, vale diferenciar los costos de la generación eléctrica. Mientras la generación hidroeléctrica tiene un costo promedio de 3 centavos el kw/h, la generación termoeléctrica tiene un costo de 15 centavos el kw/h, es decir, un 500% más.[33]
Si se acepta la necesidad de desarrollar el potencial hidroenergético existente, un punto medular radica en el respeto de la priorización establecida por la Constitución para el uso del agua. Luego de asegurar el agua para el consumo humano y la soberanía alimentaria, garantizando el ciclo vital de los ríos, se podrá considerar el aprovechamiento hidroeléctrico. Sobre todo en la construcción descentralizada de pequeñas y medianas centrales para la generación de hidroelectricidad se debería contar con la participación de gobiernos provinciales y municipales, tanto como de las comunidades. Igualmente en la ejecución de grandes proyectos habría que buscar formas de interrelacionar a los gobiernos locales y las comunidades cercanas, para que éstas sean beneficiarias directas de estos procesos. Así, por ejemplo, construir campamentos aislados -enclaves- para la realización de las grandes obras no parece ser la mejor solución, así como tampoco “importar” trabajadores de fuera de la zona.
De ninguna manera será aceptable que, a cuenta de integrar a las comunidades, se termine cooptándoles como accionistas para romper sus posibles resistencias ante las amenazas de algún proyecto. Y, por cierto, especialmente en los grandes proyectos hidroeléctricos será indispensable contar con un fondo de remediación ambiental y social para enfrentar los pasivos socioambientales que puedan aparecer.
Tengamos siempre presente que los impactos sociales y ambientales de estos grandes proyectos pueden ser desastrosos, sin que, además, se consigan los beneficios económicos esperados. La Comisión Mundial de Represas (CMR), citada por la Asociación Interamericana para la Defensa del Ambiente (AIDA), concluye que “las grandes represas en general producen una serie de impactos violentos… (que) son más negativos que positivos y, en muchos casos, han conducido a la pérdida irreversible de especies y ecosistemas”
Este artículo se publicó en el libro "Agua y políticas públicas", del Foro de Recursos Hídricos, Quito, 2011.
“El derecho humano al agua es fundamental e irrenunciable. El agua constituye patrimonio nacional estratégico de uso público, inalienable, imprescriptible, inembargable y esencial para la vida.”
Constitución de Montecristi, 2008 Ecuador, de regreso a los apagones
En noviembre del año 2009, se inició sorpresivamente un nuevo período de racionamientos de energía. Parecía que esos problemas eran parte del pasado. Sin embargo, el país se vio forzado a enfrentar un déficit eléctrico de alrededor de 4.000 megavatios hora. Esta compleja situación repercutió en la evolución de la economía nacional. De hecho, por efecto de estos racionamientos y su impacto sobre el aparato productivo se revisaron las estimaciones de crecimiento del PIB.[2]
Esta aparente sorpresa pudo anticiparse fácilmente. Ante un panorama de constante aumento de la demanda con una oferta casi rígida, era previsible el advenimiento de una nueva crisis en el subsector eléctrico. Sin correctivos oportunos los racionamientos eran sólo cuestión de tiempo. El detonante fue una cruda época de estiaje que afecto no sólo el Ecuador sino a varios países sudamericanos. En el Ecuador la zona austral fue particularmente afectada.
Este estiaje, que se manifestó con fuerza a partir de agosto del año 2009, redujo el caudal del río Paute, el principal afluente de la represa Daniel Palacios, en un 60% (de 70m3 que es lo deseable, a 27m3 y aún menos por segundo). Con esto se alcanzó un nivel de la cota de 1.968,08 metros sobre el nivel del mar, el más bajo de los últimos años. Esto provocó racionamientos que paralizaron el aparato productivo; compras en forma emergente de equipos de generación térmica, los mismos que demandaron cantidades ingentes de diesel; costosas importaciones de electricidad desde Colombia e incluso desde Perú. Esto fue aún más grave en tanto los suministros de energía eléctrica internacionales no fueron entregadas en cantidades suficientes a las requeridas por el Ecuador, ya que los países vecinos solo nos vendían sus excedentes.
Recordemos que los cortes de energía no son nuevos en el Ecuador. De hecho episodios similares ocurrieron en 1992, 1995, 1996 y 1997. Lo preocupante en esta ocasión es que conociendo los riesgos inminentes y habiéndose planteado oportunamente las soluciones de corto, mediano y largo plazos, no se hayan tomado las debidas precauciones.
Para explicar lo sucedido hay que destacar sobre todo los problemas estructurales. La generación de electricidad, afectada sobre todo por una serie de aberraciones propias de la visión privatizadora de años anteriores, presenta profundas anomalías. En el país existe un enorme potencial hidroenergético y de fuentes alternas de energía. Sin embargo, este potencial no es aprovechado por falta de visión política y también de inversión.
En estas condiciones se ha consolidado un exagerado peso de la generación térmica, cuando las instalaciones térmicas solo deberían funcionar como respaldo o complemento de las hidráulicas para los tiempos de estiaje o para cubrir las horas pico. Su funcionamiento permanente, salvo que se trate de eficientes plantas accionadas con gas natural, genera una serie de secuelas que representan graves costos económicos, sociales, ambientales y, fundamentalmente, inseguridad en la continuidad del suministro de electricidad.
La pesada herencia de la larga noche neoliberal[3]
En los últimos veinte años al menos, al subsector eléctrico se lo manejó con criterios de mercado liberalizado, es decir bajo la modalidad de “mercado mayorista”.[4] Se buscaba atraer al capital privado para que realice las inversiones necesarias en el sistema. La eficiencia, decían, sólo se la encuentra en el sector privado. Y para llegar a la ansiada privatización, buscando facilitarla a cualquier costo, se dio paso a una serie de decisiones atentatorias a los mismos objetivos de eficiencia buscados.
Así, desplegando el discurso pro mercado, se dividió a las empresas eléctricas en unidades de generación, de transmisión y de distribución, rompiendo su normal funcionamiento y restando su capacidad de financiamiento. Simultáneamente, como complemento de lo anterior, en una acto de enorme irresponsabilidad dogmática[5] y con fines políticos, sin la debida asignación de recursos públicos, terminaron imponiendo a las empresas de distribución una tarifa de venta de electricidad inferior a la de compra (8 centavos y 14 centavos de dólar respectivamente). Todo apuntaba a beneficiar a las empresas de generación termoeléctrica, que en gran medida eran privadas. Esto provocó un proceso de deterioro de las empresas eléctricas en manos estatales, en especial las de distribución, a lo que también se sumaba un porcentaje importante de pérdidas técnicas y no técnicas, sobre todo por robo de energía[6], que bordeaban el 25%.[7] En estas circunstancias, la descapitalización y el caos financiero afloraron con fuerza, tanto como la desinstitucionalización del subsector.[8] Como complemento, la ineficiencia económica, administrativa, ambiental y social fue la regla en el funcionamiento del subsector.
En la práctica, el Estado siguió subsidiando a las empresas, incluso a algunas privadas, totalmente ineficientes. Las empresas generadoras acumularon deudas enormes -cercanas a los 4 mil millones de dólares- y las empresas distribuidoras presentaron pérdidas de energía del orden del 25% al 2005 en promedio.[9] Los decretos de emergencia para cubrir con recursos fiscales estás incongruencias del subsector se establecieron año a año.
El problema estructural más grave, a más de la visión dogmática como se enfrentó el manejo del subsector eléctrico y en general el sector energético, fue la falta de inversiones para cubrir la creciente demanda de electricidad.[10] Además, nunca se dio paso a una política que tienda a ajustar la demanda a la disponibilidad de recursos energéticos en el país o a lograr niveles adecuados de eficiencia en la generación y consumo de energía. En estas condiciones el saldo fue muy costoso para el país. Por ejemplo, para enfrentar la creciente demanda se incrementó la generación térmica y se aumentaron las importaciones de electricidad desde Colombia y ocasionalmente desde Perú a costos muy superiores a los de la generación local.
Además, los retrasos acumulados en las obras programadas resultaron nefastos. Para mencionar apenas algunos casos, las plantas San Francisco y Chespi debieron entrar en operación en los años 1997 y 1999 respectivamente, así mismo Sopladora[11] en el año 2000 y Coca-Codo-Sinclair en el año 2003.[12] Los retrasos en las inversiones condujeron a una acumulación de necesidades de inversiones que bordeaban los 3.200 millones de dólares al año 2007. Y en este lapso, en la medida que se seguía retrasando la construcción de las plantas hidroeléctricas, el país tuvo que recurrir a la costosa y contaminante generación térmica.
En esos años, varias empresas eléctricas privadas, que tenía plantas de generación térmica, obtenían importantes réditos gracias al proteccionismo estatal. El caso más notorio es el de la empresa Emelec en Guayaquil, que gozó desde 1965 de un subsidio del Estado central que le garantizaba utilidades mínimas pagaderas en dólares sobre sus activos fijos del 9,5%. Similar reflexión es válida para Electropower o Electroquil, a las cuales, con otros mecanismos, también el Estado les aseguraba importantes rentabilidades.
Las buenas intenciones se quedaron en eso…
En la Agenda Energética 2007-2011 -presentada por el Ministerio de Energía y Minas, en junio del 2007- se hicieron notar oportunamente todas estas deficiencias estructurales acumuladas desde mucho tiempo atrás. Igualmente, en dicho documento se plantearon soluciones de corto, mediano y largo plazos.
Por esta razón, el gobierno del presidente Rafael Correa, desde su inicio, optó por impulsar un proyecto de cambio de la matriz energética. Se propuso aumentar la generación de energía hidroeléctrica, para aumentar su participación de un 43% para el año 2010 a un escenario futuro del 86% hasta el año 2017, complementado por un 8% de energía renovable (solar-eólica-biomasa).[13] Para esto, habría que utilizar el potencial de las vertientes del Amazonas (74%) y el Pacífico (26%) de un total disponible de 93.436 MW. Se estima que el Ecuador utiliza apenas el 8% de su potencial de generación hidroeléctrica.
Entonces se alertó que gran parte del parque de generación térmica debía ser inmediatamente reemplazado, rehabilitado o repotenciado, puesto que las plantas termogeneradoras ya habrían cumplido su tiempo de vida útil. En la mencionada Agenda se hacía explícita la necesidad de “desarrollar un sistema eléctrico sostenible, sustentado en el aprovechamiento de los recursos renovables de energía que dispone el país y que garantice un suministro económico, confiable y de calidad de electricidad”. Para lograrlo se estableció que era necesario, especialmente, la construcción de centrales hidroeléctricas que garanticen el suministro a largo plazo de electricidad: Coca Codo Sinclair (1.500 MW), Reventador (500MW), Minas – Jubones (337 MW) y Chespi (167 MW) (Agenda Energética 2007).
También habría que señalar que en un informe realizado por el grupo MAAN (mejor alternativa antes de negociar con Colombia), constituido en marzo del 2007 y que concluyó sus labores en septiembre de dicho año, se establecía la necesidad de construir inmediatamente cuatro plantas térmicas por 430 MW.[14] Estas plantas térmicas aparecían como una solución transitoria mientras se desarrolla el potencial hidroenergético disponible.
Como se destacaba en la indicada Agenda Energética, el componente mismo de generación eléctrica desde hace algún tiempo denotaba una alta fragilidad y una elevada concentración en una sola planta, Paute. Así se tiene que, por ejemplo, el 34% del total de la generación eléctrica nacional y el 62% de la generación hidroeléctrica provenía del complejo Paute (1100MW). Las consecuencias de tal situación se evidencian en la escasa o nula capacidad para enfrentar la variabilidad climática y/o ocurrencia de imprevistos como la sequía que afectó a fines del año 2009 a gran parte de América del Sur.
Del lado de la demanda en cambio se puede notar una tendencia al alza casi exponencial, sobre todo a partir del año 2000. En 8 años consecutivos, el consumo de electricidad ha aumentado en un 49,3%. De 2000 a 2008 la demanda se ha incrementado al 5,6% anual en promedio.[15]
Un dato que salta a la vista en cuanto a la gestión eléctrica a partir de 2007, es que las pérdidas se han reducido al 17,6%[16], cuando hasta el año 2005 registraban en promedio un 25%. Hay que anotar que desde el inicio de la gestión del actual gobierno se han desarrollado algunas medidas para mejorar la eficiencia subsectorial, incluso con agresivos planes para influir en la demanda, como fue cambiar los focos incandescentes por lámparas fluorescentes compactas, conocidas popularmente como focos ahorradores.[17]
Respuestas apuradas ante apagones previsibles
La respuesta oficial ante la crisis eléctrica se fundamentó en varios campos. Con un plan de contingencia del Ministerio de Electricidad y Energías Renovables se pretendía reducir entre un 5% y 10% el consumo nacional de energía. Se dio paso a racionamientos de energía en los sectores residenciales, tratando de evitar que estos lleguen a las zonas comerciales e industriales. Sin embargo la intensidad de la sequía afectó también a estos dos sectores, profundizando así los efectos de la grave crisis económica internacional sobre la economía nacional.
Para enfrentar los racionamientos de energía, se activó la interconexión con Perú y se gestionó la no reducción de la oferta con Colombia.[18] Igualmente se concretó una mayor oferta con la Central Térmica Victoria II y siete turbinas adquiridas a General Electric (154 MW). A los costos de compra de los nuevos generadores, por unos 176 millones de dólares[19], habría que sumar el aumento de la importación de derivados como el diesel, por 84 millones de dólares adicionales.[20] A lo anterior habrá que sumar la compra de electricidad tanto de Colombia como de Perú (180 MW) y el alquiler de varios módulos de plantas térmicas en 104 millones de dólares (175MW).
En suma, ante la emergencia, se hizo lo que se debió hacer antes, sin tanta premura y sin tanto costo.
Los costos de los racionamientos no pasaron desapercibidos en la economía. El gobierno estima que el racionamiento eléctrico, que afectó por 46 días al país, provocó pérdidas que habrían fluctuado alrededor de los 280 millones de dólares. Por otro lado, según estimaciones publicitadas por la Cámara de Comercio de Quito, estas pérdidas podrían haber llegado a unos 550 millones de dólares.
En síntesis, si bien es cierto que, el retraso de las inversiones y el mal manejo del sector por parte de los gobiernos anteriores son responsables mayores de la crisis energética, no es menos cierto también que el gobierno del presidente Rafael Correa descuidó la generación termoeléctrica que es requerida para enfrentar este tipo de eventualidades mientras no se disponga de las necesarias plantas hidroeléctricas y también para completar la demanda en las horas pico. El gobierno se concentró en los megaproyectos con visión de más largo plazo, en los que por diversas razones, tampoco pudo avanzar mucho, y se olvidó de lo coyuntural.[21] No hay duda, lo sucedido requiere un juicio aún más duro si, pues conociendo los riesgos inminentes, teniendo definidos los planes de acción y existiendo los recursos financieros para asumir las obras previstas en junio del 2007 (Agenda Energética), no se hizo casi nada desde entonces para enfrentar el reto energético.
La crisis debería convertirse en un punto de inflexión en el manejo del sector energético en general, que demanda mejorar la eficiencia de su utilización, sin descuidar la ampliación del parque generador. Esto exige respuestas coyunturales, sin perder de vista el cambio estructural de la matriz energética. Los apresuramientos con fines políticos impiden el aprovechamiento del enrome potencial energético del Ecuador, empezando por el hidroenergético.
El agua, un patrimonio mal distribuido y mal aprovechado
Ecuador es un país con agua suficiente en términos nacionales y con cuatro veces más agua superficial que el promedio per cápita mundial. Como afirma uno de los mayores conocedores de la materia, Antonio Gaybor[22] “el problema es que está mal distribuida, que la contaminación crece y que las fuentes de agua se destruyen de manera acelerada”.
La concentración del agua en pocas manos es notable. De acuerdo a informaciones del Foro de Recursos Hídricos, el Estado entregó 2.240 metros cúbicos por segundo (m³/s) de agua a través de 64.300 concesiones; un caudal que en la realidad es superior por la apropiación indebida del líquido vital. Las dos terceras partes de dicho caudal (74,28%) se registraron en el subsector eléctrico, con 147 concesiones. El riego, con 31.519 concesiones, representa el 49,03% del total; es decir 19,65% del caudal. Las concesiones para el uso doméstico del agua son numerosas: 21.281 (33,1%), pero representan apenas 1,22% del caudal concesionado.
Así por ejemplo, en el ámbito agropecuario, se concentra el uso del agua en el sector agroexportador, mientras que la producción de alimentos para consumo nacional se ha debilitado; el país inclusive se convirtió en importador de algunos alimentos. El consumo de agua (y por cierto la contaminación de la misma) creció por el aumento de la población en las últimas décadas y también por el incremento de actividades productivas excesivamente demandantes de agua, que están orientadas al mercado externo. Las exportaciones tienen, en consecuencia, un mayor contenido de agua de riego que la producción de alimentos para el mercado doméstico.
Además, en la medida que se expandieron los agronegocios, se difundieron los monocultivos que son causantes de una creciente contaminación. Igualmente habría que anotar que el costo del agua es sumamente bajo para todas estas actividades concentradoras y contaminantes.
Muchas de las grandes empresas, por ejemplo las bananeras, los ingenios azucareros o las camaroneras, pagan míseras sumas por el agua utilizada. Los campesinos que cultivan arroz en la provincia del Guayas, por ejemplo, pagan un valor 120 veces superior por el acceso al agua del que pagan el ingenio San Carlos o la bananera REYBANPAC; los campesinos Toacazo en la provincia de Cotopaxi pagan 52 veces más y los de Licto en la provincia del Chimborazo pagan 35 veces más. Además estas grandes empresas se benefician del agua obtenida al margen de las disposiciones legales. Y hay por cierto concesiones desaprovechadas, pues los propósitos especulativos están a la orden del día.
La tendencia monopolizadora del agua en el agro es notoria. La población campesina, sobre todo indígena, con sistemas comunales de riego, representa el 86% de los usuarios. Sin embargo, este grupo apenas tiene el 22% de la superficie regada y accede apenas al 13% del caudal. Mientras que los grandes consumidores, que no representan el 1% de unidades productivas, concentran el 67% del caudal.
Antonio Gaybor, al presentar estas cifras, es categórico: “sin duda que el acceso inequitativo a estos recursos constituye la causa determinante de la perversa inequidad social, desde donde se erige el poder político hegemónico”. La acelerada explotación del agua y tanto como de la mano de obra en el medio rural, sumadas a la concentración de los recursos hídricos y de la tierra (que no se vio afectada por los tímidos procesos de reforma agraria), constituyen la base de la acumulación del capital. Y son estas demandas del capital, que provocan endiablados ritmos de explotación económica, las que explican a su vez la creciente contaminación.
En otro campo, aún cuando no se ha abierto la puerta a la explotación minera a gran escala[23], la minería existente en el Ecuador ya provoca serios problemas contaminando el agua de diversa manera.[24] Hay una serie de productos muy nocivos para la Naturaleza que se emplean en las actividades mineras.[25]
Es importante insistir que el Ecuador, si se compara con otras regiones en el mundo, es un país privilegiado en cuanto a la disponibilidad del agua. Lamentablemente, sobre todo en los últimos años se ha registrado un permanente deterioro de la calidad e incluso de la cantidad del agua. La pérdida de los páramos y la deforestación creciente explican esta compleja realidad, y a la vez el proceso de asolvamiento[26] de los ríos en la Costa por efecto de la erosión permanente en la Sierra y sus estribaciones; aquí tenemos a la vez otra explicación de las reiteradas inundaciones en el litoral ecuatoriano.
Igualmente no se han resuelto los graves problemas derivados del manejo contaminante del agua provocados por la actividad de extracción de crudo y manejo de residuos en la región amazónica. En suma, la contaminación ha llegado al extremo de afectar a las 72 cuencas hidrográficas existentes. En el mar también aparecen inmensas cantidades de basura que amenazan con la existencia de la vida acuática, afectando a las playas y manglares.
El agua como un derecho humano, un paso histórico
Esta dura realidad, discutida en amplios espacios y por diversos sectores de la sociedad, como el Foro de los Recursos Hídricos y varias organizaciones indígenas, fue la base de amplias y duras deliberaciones y debates en la Asamblea Constituyente de Montecristi. Allí se enfrentaron sobre todo dos formas de entender el mundo y la vida. Por un lado quienes defendían a ultranza la visión centrada en el mercado, para quienes el agua es un recurso más para la producción y por otro lado quienes ven al agua como un derecho humano fundamental. En la Constitución, a la postre, quedó plasmado, por decisión del pueblo ecuatoriano, esta segunda posición que plantea la necesidad imperiosa de dar paso a la recuperación del control estatal y social efectivo sobre el agua.
Por lo tanto, el tema de los derechos y de las garantías ocupa un espacio preponderante en la Constitución del año 2008. El manejo del agua no se escapa a estas consideraciones. Así, desde el inicio, en el artículo 3 de la Constitución se estableció como el primer deber primordial del Estado:
“Garantizar sin discriminación alguna el efectivo goce de los derechos establecidos en la Constitución y en los instrumentos internacionales, en particular la educación, la salud, la alimentación, la seguridad social y el agua para sus habitantes”.
En concreto, en el artículo 12, se determinó que
“el derecho humano al agua es fundamental e irrenunciable. El agua constituye patrimonio nacional estratégico de uso público, inalienable, imprescriptible, inembargable y esencial para la vida.”
A partir de estas definiciones, en el pleno de la Asamblea Constituyente en Montecristi se aprobaron cuatro puntos fundamentales:
1. El agua, un derecho humano.
2. El agua, un bien nacional estratégico de uso público.
3. El agua, un patrimonio de la sociedad, y
4. El agua, un componente fundamental de la Naturaleza, la misma que tiene derechos propios a existir y mantener sus ciclos vitales.
La trascendencia de las disposiciones constitucionales es múltiple.
- En tanto derecho humano se superó la visión mercantil del agua y se recuperó la del “usuario”, es decir la del ciudadano y de la ciudadana, en lugar del “cliente”, que se refiere solo a quien puede pagar.
- En tanto bien nacional estratégico, se rescató el papel del Estado en el otorgamiento de los servicios de agua; papel en el que el Estado puede ser muy eficiente, tal como se ha demostrado en la práctica.
- En tanto patrimonio se pensó en el largo plazo, es decir en las futuras generaciones, liberando al agua de las presiones cortoplacistas del mercado y la especulación.
- Y en tanto componente de la Naturaleza, se reconoció en la Constitución de Montecristi la importancia de agua como esencial para la vida de todas las especies, que hacia allá apuntan los Derechos de la Naturaleza.
Esta es una posición de avanzada, no sólo en Ecuador sino en el mundo. Recién dos años después de la incorporación de este mandato constituyente referido al agua, el 28 de julio del 2010, la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó la propuesta del gobierno del Estado Plurinacional de Bolivia declarando “el derecho al agua segura y al saneamiento como un derecho humano”. Este es un derecho “esencial para el goce pleno de la vida y de todos los derechos humanos”, de conformidad con dicha declaración.
Este ejercicio democrático, de construcción colectiva de la nueva Constitución ecuatoriana, se enmarca en la recuperación de espacios de soberanía nacional y local. La disputa por el agua, recordémoslo, fue intensa en el país. Varios fueron los actos privatizadores. El más notable fue el de Interagua, en Guayaquil. Esta empresa sencillamente suspendió el acceso a quienes no pagan unas tarifas colocadas al antojo de los intereses privados, en función de la rentabilidad que define dónde y cómo invertir, dónde y cómo dar servicios y en dónde no.
Otros casos menos sonados de privatización del agua se registran a la sombra de la masiva entrega de concesiones de agua para la generación de electricidad, para el riego en los agronegocios, para diversos usos productivos, incluyendo la generación de energía eléctrica. Muchas de estas concesiones se dieron con plazos larguísimos, en ocasiones incluso durante toda la vida útil de determinados proyectos. Y en varios casos como el del Proyecto Hidroeléctrico Abanico en la provincia de Morona-Santiago o del Proyecto Multipropósito Baba en la provincia de los Ríos se atropellaron casi todos los procedimientos, incluyendo la consulta y decisión de las comunidades de la zona y por cierto el interés nacional.
A pesar de las diversas formas de mercantilización practicadas en el Ecuador, en el año 2008 el Estado todavía mantenía algunos espacios de control del líquido vital. Además, el manejo público del agua era una realidad eficiente. Esto al grado que, a nivel internacional, se considera que entre las buenas empresas de prestación de servicios de agua potable de América Latina se encuentran varias de Ecuador, que son públicas: ETAPA de Cuenca y EMAAP-Q[27] de Quito. Otras también han logrado éxito e índices aceptables en cobertura y calidad, como el caso EMAP-A de Ambato y EMAPA-I de Ibarra. Además, es importante el reconocimiento de las iniciativas comunitarias en torno a la gestión del agua y la prestación de los servicios públicos, propiciando alianzas entre lo público y comunitario para la prestación de servicios. Recordemos que un gran porcentaje de servicio de agua en el sector rural lo realizan juntas de agua y comunidades campesinas o indígenas.
En esta línea de definiciones, esta Constitución, fiel a las demandas acumuladas, consecuente con las expectativas creadas, se fundamenta en la recuperación de espacios de soberanía sacrificados en aras de la lógica del mercado. Simultáneamente plantea la construcción de muchas otras soberanías en plural, tales como la soberanía alimentaria, la soberanía económica, la soberanía energética, la soberanía regional... Incluso se estableció una suerte de priorización de las soberanías, al tiempo que se colocaba el derecho al agua como uno de los derechos fuertes de la Constitución.
El punto de partida de este esfuerzo colectivo arranca con el reconocimiento del agua como un sector estratégico, como se establece en el artículo 313 de la carta magna. Este principio se complementa con las disposiciones sobre el uso del agua, establecidas en los artículos 316, 411 y 412. Además, como aparece en el artículo 413,
“el Estado promoverá la eficiencia energética, el desarrollo y uso de prácticas y tecnologías ambientalmente limpias y sanas, así como de energías renovables, diversificadas, de bajo impacto y que no pongan en riesgo la soberanía alimentaria, el equilibrio ecológico de los ecosistemas ni el derecho al agua.”
Las disposiciones constitucionales son claras.[28] Debe haber muy pocas constituciones en el mundo en las que se ha explicitado tanto y tan detalladamente el manejo del agua. Este es un reconocimiento de la importancia que tiene el agua para la vida de todos los seres vivos en el planeta. Sin agua no hay vida, así de simple.
Al introducir el concepto de patrimonio, que va mucho más allá de la definición de un bien, el agua no puede ser asumida como un servicio ambiental a ser mercantilizado. El patrimonio es algo que debe garantizarse para las futuras generaciones. Se puede usufructuar del bien, usar el bien, pagar por el uso del bien; pero cuando se trata de un patrimonio, para usarlo se tiene que garantizar la posibilidad de legarlo a las próximas generaciones. Hablar de patrimonio en este caso es garantizar los ciclos vitales del agua y sus diversos usos o valores: ambientales, sociales, culturales, económicos... La idea de patrimonio, en ese sentido reemplaza al concepto del agua como una forma de “capital natural”, que está en la base de la mercantilización de la Naturaleza. Pero además, la visión patrimonial es consistente con los Derechos de la Naturaleza[29], en tanto obliga a la defensa de esos recursos por su propio valor, independientemente de su utilidad comercial.
Este es uno de los temas medulares. Hablar de patrimonio es pensar en el largo plazo. Hablar de patrimonio es pensar, en la práctica, en el Buen Vivir o Sumak Kawsay. Se desarma el concepto de capital hídrico, que es una manera de plantear el agua dentro de la lógica de su mercantilización, es decir ver al agua simplemente como una herramienta del proceso productivo.
El costo del agua, vale la pena recordar, fue motivo de controversias por igual en la Asamblea Constituyente. Si el agua es un derecho indispensable para la vida de todos los seres vivos, incluido los humanos, parecería que ésta no debería tener un precio. Este planteamiento, sustentado en poderosos argumentos, contrasta, sin embargo, con criterios de equidad e incluso con el uso que se da al agua. Parece obvio que hay que garantizar una cantidad mínima vital de agua a todos los seres humanos, así como un trato preferente al agua destinada a la alimentación, que no puede ser equiparable para las actividades productivas o recreativas que benefician a grupos reducidos de la población.
En la Constitución se priorizaron los usos del agua, en el siguiente orden:
- para el ser humano
- para la alimentación
- para asegurar su ciclo vital
- para su aprovechamiento productivo
De esta manera se estableció una priorización muy importante, no exenta de complicaciones cuando se trata de llevarla a la práctica. Véase, a modo de ejemplo, la discusión alrededor del proyecto de la ley de recursos hídricos en la que algunos de sus borradores incumplían con esta priorización.
En síntesis, los seres humanos debemos tener garantizado nuestro derecho a obtener el agua en cantidad y calidad adecuadas. Si hablamos de prioridad para la alimentación, estamos hablando de priorizar la soberanía alimentaria, no cualquier forma de asegurar la alimentación. Además, el suministro de agua le corresponde al Estado. Esto no puede estar sujeto exclusivamente a las leyes del mercado; este es un tema de supervivencia, no simplemente de negocios.
Otro asunto fundamental: hay que comprender que estamos en una etapa de disputa del sentido histórico del régimen de desarrollo, mejor dicho de superación del concepto tradicional de desarrollo para construir el Buen Vivir o Sumak Kawsay. En este punto nada está aún definido. En el camino habrá que cerrar la puerta a todas aquellas visiones dogmáticas que pretenden hacernos creer que hay respuestas definitivas para todo.
La difícil cristalización de la Constitución
Una Constitución no hace a una sociedad. Su sola expedición no garantiza su vigencia y cumplimiento. Una Constitución, más allá de su indudable trascendencia jurídica, tiene que ser un proyecto político de vida en común, que debe ser elaborado y sobre todo puesto en vigencia con el concurso activo de toda la ciudadanía. Desde esta perspectiva, la Constitución de Montecristi se proyecta como medio e incluso un fin para dar paso a cambios estructurales. En este contexto el agua ocupa un lugar preponderante.
Si el agua fue un tema polémico en la Asamblea Constituyente de los años 2007 y 2008, la puesta en práctica de los principios constitucionales correspondientes también ha resultado en extremo compleja.
Para empezar, no se cumplió con la disposición transitoria vigésima sexta de la Constitución, que mandaba realizar una auditoría integral de las delegaciones de agua y saneamiento entregadas a empresas privadas. Tampoco se ha cristalizado la disposición de la primera transitoria que estableció el lapso de un año luego de que entrara en vigencia la Constitución (cumplido en octubre de 2009) para que se expidieran, entre otras leyes, la ley de recursos hídricos. En este punto de temas incumplidos se enmarca la revisión no realizada de la situación de acceso al agua de riego. Esta tarea tenía como fin reorganizar el otorgamiento de las concesiones, evitar el abuso y las inequidades en las tarifas de uso y garantizar una distribución y acceso más equitativo, en particular a los pequeños y medianos productores agropecuarios, tal como manda la transitoria vigésimo séptima de la Constitución. El Ejecutivo debía cumplir con este mandato en el lapso de dos años desde la entrada en vigencia de la Constitución de Montecristi: octubre de 2008.
La disputa sobre el agua continúa. Luego de la imposición de las leyes de minería y de soberanía alimentaria, que tienen varios puntos contradictorios con las normas constitucionales vigentes, la discusión del proyecto de la ley de recursos hídricos devino en enfrentamientos dolorosos, que costaron incluso la vida de una persona. En este caso, el gobierno no logró aprobar aceleradamente la ley de agua, tal como sucedió con las otras dos leyes mencionadas. La resistencia popular, sobre todo indígena y campesina, obligó a dar marcha atrás al gobierno y al movimiento oficialista. Y desde entonces, en un proceso de encuentros intermitentes, sobre todo en la Asamblea Nacional, se ha avanzado en la elaboración de un nuevo proyecto de ley que al parecer recogería parte de las aspiraciones de la sociedad, plasmadas en la Constitución, pero que no abriría la puerta a la indispensable desprivatización y redistribución del agua.
Habría que anotar, por ejemplo, en este recuento de incongruencias, que resulta una violación constitucional la ampliación de la concesión a Interagua aceptada por el gobierno del presidente Correa. Sorprende también el mantenimiento de las concesiones para las embotelladoras de agua y las aguas termales, marginando a las comunidades de su aprovechamiento.
En definitiva, sin negar algunos logros conseguidos por la “revolución ciudadana”, a ratos se percibe como que “la larga noche neoliberal” se resiste a dar paso a la luz de un nuevo día. En el propio gobierno y en la misma legislatura parecería que la Constitución de Montecristi comienza a ser vista como una incómoda camisa de fuerza.
Esta aseveración cobra fuerza cuando la aprobación de una ley fundamental para una profunda y radical transformación de la sociedad ecuatoriana, como lo es la ley del agua, está sujeta a una serie de cortapisas aupadas desde la propia Presidencia de la Asamblea Nacional, con las que se está dilatando su aprobación.
Hacia la construcción de la soberanía energética
En definitiva, el Ecuador requiere repensar su sector energético. No es conveniente seguir manejándolo sin una planificación estratégica, en forma de compartimentos estanco. Los hidrocarburos, la hidroenergía, la electricidad, y las diversas formas de energías renovables merecen ser tratados íntegramente y bajo un esquema profundamente renovador.[30] Además, hace falta una adecuada política que aliente el uso eficiente de la energía disponible (generación y consumo), y el desarrollo de una cultura de ahorro.
El consumo de energía en una economía está fuertemente correlacionado con el incremento del PIB, sobre todo en economías que han convertido (¡equivocadamente!) a su crecimiento en un sinónimo de desarrollo. Sin embargo, bien sabemos ahora que crecimiento económico no es sinónimo de desarrollo. Valga traer a colación la visión crítica del crecimiento económico que tiene Amartya Sen, Premio Nobel de Economía de 1997. Para reforzar la necesidad de una visión más amplia, superadora de los estrechos márgenes cuantitativos del economicismo, él afirma
“que las limitaciones reales de la economía tradicional del desarrollo no provinieron de los medios escogidos para alcanzar el crecimiento económico, sino de un reconocimiento insuficiente de que ese proceso no es más que un medio para lograr otros fines. Esto no equivale a decir que el crecimiento carece de importancia. Al contrario, la puede tener, y muy grande, pero si la tiene se debe a que en el proceso de crecimiento se obtienen otros beneficios asociados a él. (…) No sólo ocurre que el crecimiento económico es más un medio que un fin; también sucede que para ciertos fines importantes no es un medio muy eficiente".
En este punto, a partir de los cuestionamiento realizados por Sen al crecimiento, cabría incluso recuperar aquellas propuestas que propician el decrecimiento o del crecimiento estacionario, como las planteadas, con diferentes matices y aproximaciones, por Enrique Leff,Serge Latouche y otros tantos.[31]
Además, la experiencia nos muestra que no hay necesariamente una relación unívoca entre crecimiento y equidad, así como tampoco entre crecimiento y democracia. Un tema por demás oportuno y complejo. Muchas veces se ha pretendido legitimar los comportamientos de las dictaduras como espacios políticos propicios para acelerar el crecimiento económico.
Para definir una adecuada estrategia energética, el concepto mismo de crecimiento económico debe ser reubicado en una dimensión adecuada. De todas maneras, hay que aceptar que la disponibilidad de una oferta confiable y segura de energía sostiene las posibilidades de expansión del aparato productivo. En este contexto, dado que la mayoría de las políticas económicas apuntan -al menos en el discurso- hacia un mayor crecimiento del producto, sería entendible y deseable que dichas políticas vengan acompañadas de esfuerzos para aumentar la oferta de energía, particularmente de fuentes alternas de energía y electricidad, destinadas a cubrir la siempre creciente demanda.
Hoy más que nunca se precisa entender los retos energéticos del mundo. la actual crisis capitalista -asimétrica como todas- tiene algunas características propias. Nunca antes han aflorado tantas facetas sincronizadas que no se agotan sólo en el ámbito económico, particularmente financiero e inmobiliario. Sus manifestaciones multifacéticas, influenciadas por una suerte de “virus mutante” (Jacques Sapir), afloran en otros campos, como el ambiental, el energético, el alimentario, quizás como antesala de una profunda y prolongada crisis civilizatoria.
No sólo hay que interiorizar en las nuevas políticas energéticas que la energía fósil tiene un horizonte de vida más o menos previsible, sobre todo el petróleo. Su escasez no es el único limitante a enfrentar. El creciente deterioro ambiental, provocado por la creciente y generalizada combustión de los energéticos fósiles, constituye ya otra frontera para la expansión de un estilo de vida derrochador y depredador en extremo. En síntesis, refiriéndonos a los que aquí nos interesa en el Ecuador, hay que comenzar a trabajar en la construcción de una economía post-petrolera.
Por otro lado, en una sociedad caracterizada por desequilibrios económicos y concentración de la riqueza la energía esta llamada a constituir uno de los mecanismos de redistribución para superar las condiciones de informalidad y marginalidad de segmentos importantes de la población. Esto no significa desconocer totalmente el papel del mercado en la fijación de una política de precios ni tampoco que los desequilibrios puedan superarse mediante una política indiscriminada de subsidios. El problema consiste en encontrar los mecanismos adecuados para corregir las distorsiones incorporando criterios de equidad social y consideraciones ambientales en el diseño de estrategias energéticas.
Es importante tener presente que el aprovechamiento de los recursos energéticos y las tecnologías para su generación y consumo influyen en la estructura política y social de un país, no sólo en su ámbito económico. Viceversa, el desarrollo de una sociedad abre puertas para diversos usos de la energía y, por cierto, de los recursos naturales. Así, la sola existencia de petróleo, utilizado por las poblaciones indígenas para calafatear sus embarcaciones o para sus curaciones, no fue nunca una condición suficiente para su aprovechamiento masivo: éste, en definitiva, depende del desarrollo tecnológico de la sociedad, sin que la inventiva humana sea por si sola suficiente para modificar las actitudes y las condiciones materiales sobre las que descansa la sociedad misma. Y cada fuente de energía, por lo demás, implica una determinada forma de organización social y política.
Las sociedades esclavistas, aprovechadoras de la energía muscular del ser humano, requerían suprimir la libertad de amplios sectores de la población en beneficio de otra fracción de la sociedad y por lo tanto exigían gobiernos tremendamente represivos. Igualmente hay que tener presente que la utilización de una fuente energética como el petróleo o grandes represas hidroeléctricas, que demandan una gran concentración de recursos financieros, alientan la construcción de sistemas autoritarios, centralizados y por ende muchas veces rentistas.
La tarea es, entonces, impulsar la mayor cantidad posible de procesos descentralizados y con creciente grado de control social, sin que esto conduzca a minimizar un margen adecuado de planificación y control nacional, o, de ser del caso, regional. Esto implica fortalecer el papel de los gobiernos descentralizados y de las mismas comunidades del campo y la ciudad en el manejo del sector energético. Descentralizar la energía, es descentralizar y desconcentrar el poder; en definitiva, es contribuir a la democratización de la sociedad.
La energía no puede ser considerada solamente como un factor de producción más. En el caso ecuatoriano, el petróleo tampoco puede ser visto sólo como fuente de recursos financieros, gracias a las exportaciones de crudo y a los ingresos que produce la venta de derivados. No hay duda que estos factores tienen que estar presentes en la discusión. Sin embargo, la energía debe mirarse también como una posibilidad para crear a lo largo de la cadena energética nichos de desarrollo tecnológico cuya explotación permita articular un conjunto de actividades productivas y de servicios que incorporen valor agregado nacional (mejor sería hablar de valor interno de retorno). En la medida que el sector energético genere o fortalezca encadenamientos sustentables con otros sectores productivos se estará propiciando un verdadero desarrollo energético; en caso contrario, se tendrá, como ha ocurrido hasta hoy, un simple crecimiento cuantitativo, cuya contribución hacia una transición post-petrolera será escasa o nula.[32] Es en este contexto que debe evaluarse el aporte de las tecnologías nuevas y renovables de energía.
En conclusión un desarrollo energético sustentable debería centrarse alrededor de los siguientes lineamientos:
- seguridad y autosuficiencia energéticas;
- eficiencia en el aprovechamiento, transformación y uso de la energía;
- diversificación de fuentes y tecnologías;
- viabilidad económica del sistema energético;
- armonía con el ambiente y la sociedad; y
- fortalecimiento legal e institucional
En particular, en el subsector eléctrico es indispensable incrementar la capacidad de generación de electricidad mediante la puesta en marcha de una combinación equilibrada de proyectos hidroeléctricos de gran escala, centrales hidroeléctricas de mediana y pequeña capacidad. No se puede, de manera simplona, priorizar sólo los primeros o sólo los segundos. Sin embargo, se podría establecer una suerte de criterio general que considere como prioritarios tantos proyectos grandes como sean indispensables y tantos medianos y pequeños como sean posibles. Insistamos nuevamente en que no se debe alentar exclusivamente los grandes proyectos hidroeléctricos.
Aquí, de todas maneras, cabe insistir en la importancia de las centrales hidroeléctricas por razones económicas. Si bien es cierto que su construcción, por costos y tiempo, puede demandar de mayores recursos, su funcionamiento es mucho más económico. En este punto, vale diferenciar los costos de la generación eléctrica. Mientras la generación hidroeléctrica tiene un costo promedio de 3 centavos el kw/h, la generación termoeléctrica tiene un costo de 15 centavos el kw/h, es decir, un 500% más.[33]
Si se acepta la necesidad de desarrollar el potencial hidroenergético existente, un punto medular radica en el respeto de la priorización establecida por la Constitución para el uso del agua. Luego de asegurar el agua para el consumo humano y la soberanía alimentaria, garantizando el ciclo vital de los ríos, se podrá considerar el aprovechamiento hidroeléctrico. Sobre todo en la construcción descentralizada de pequeñas y medianas centrales para la generación de hidroelectricidad se debería contar con la participación de gobiernos provinciales y municipales, tanto como de las comunidades. Igualmente en la ejecución de grandes proyectos habría que buscar formas de interrelacionar a los gobiernos locales y las comunidades cercanas, para que éstas sean beneficiarias directas de estos procesos. Así, por ejemplo, construir campamentos aislados -enclaves- para la realización de las grandes obras no parece ser la mejor solución, así como tampoco “importar” trabajadores de fuera de la zona.
De ninguna manera será aceptable que, a cuenta de integrar a las comunidades, se termine cooptándoles como accionistas para romper sus posibles resistencias ante las amenazas de algún proyecto. Y, por cierto, especialmente en los grandes proyectos hidroeléctricos será indispensable contar con un fondo de remediación ambiental y social para enfrentar los pasivos socioambientales que puedan aparecer.
Tengamos siempre presente que los impactos sociales y ambientales de estos grandes proyectos pueden ser desastrosos, sin que, además, se consigan los beneficios económicos esperados. La Comisión Mundial de Represas (CMR), citada por la Asociación Interamericana para la Defensa del Ambiente (AIDA), concluye que “las grandes represas en general producen una serie de impactos violentos… (que) son más negativos que positivos y, en muchos casos, han conducido a la pérdida irreversible de especies y ecosistemas”